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El anuncio

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Cuando se despertó todavía era de noche. Hacía frío. Sentía un placer inexplicable en levantarse de la cama en pleno invierno con apenas un short y una remerita de verano y buscar el saco colgado en su placard… Nunca lo dejaba cerca, porque nunca sabía si lo iba a usar o no.

Su vida estaba en las antípodas de lo que podía considerarse una vida rutinaria. Se levantaba casi siempre a la misma hora, pero nunca ponía el despertador a la misma hora. Aunque sea por llevarle la contra a la rutina, siempre había una modificación de más-menos cinco minutos. Era muy poco, pero era su lucha personalizada por no hacer todos los días lo mismo. Su situación laboral le permitía llegar a su trabajo sin un horario fijo, por lo tanto nunca nadie sabía a qué hora exacta llegaría. A veces abría el despacho ella misma, encendía las luces, y organizaba el día. Algunas pocas reuniones y entrevistas para tener mojones en la ruta era lo más estructurado que resistía.

Nunca pudo organizar un menú semanal, pero siempre se las había ingeniado para que su familia siguiera una dieta absolutamente equilibrada de proteínas, hidratos, fibras y grasas. Pero no existía un “día de pastas”, “día de pizza”, “día de carne”. Era una persona que salía a la calle a comprar un cuaderno para su hijo y podía volver con el cuaderno y dos latas de pintura, porque se le había ocurrido que quería cambiar el color de su dormitorio. Se alegraba de que, en definitiva, nunca sabía bien como iba a discurrir su día, salvo su vida laboral…

Pero cuando se levantó ese día sabía que todo estaba bastante armado. La planificación le gustaba, eran todas cosas que tenía muchas ganas de hacer. Pero algo en su interior había pasado, porque se levantó con una angustia terrible que le oprimía el pecho. Sentía ganas de hacer algo que hacía mucho tiempo había dejado de hacer: llorar. Se dió cuenta, incluso, que ya no tenía práctica y que las lágrimas, que la hubieran aliviado, no salían.

Fue al dormitorio de su hija y la vió dormir. Era sábado, podía dejarla un rato más hasta arrancar con las actividades proyectadas, muy poco usuales para un sábado, y que tanto las ilusionaron a ambas cuando las organizaron. Su hija necesitaba un padre, hacía mucho que lo venía pidiendo con sus actos, pero últimamente había comenzado a decirlo con palabras. Se preguntó si habría un lugar donde uno pudiera poner un anuncio y describir al tipo de persona que necesitaba: “busco hombre, fundamental que sea buena persona, que no sea mentiroso, que ame los chicos, los animales y las plantas, preferentemente deportista, que le guste el campo y la montaña, compañero, que no hable mucho pero que sea demostrativo en sus afectos, sensual, y sobre todo, libre de alma”.

Se rió de si misma, como hacía todo el tiempo. Su descripción no tenía ni requisitos físicos ni de cuestiones económicas y financieras… Por suerte ese lugar no existía, el solo hecho de entrevistar a los pocos tipos que cumplieran con esos requisitos y a los muchos mentirosos que se podían presentar, le sacaba las ganas.

La angustia crecía. Mientras tomaba un café negro, largo y demasiado fuerte para su estómago, recordó la conversación con una amiga, el día anterior. “Te exigís mucho, permitite equivocarte, tal vez te llegó la hora de admitir que todo eso fue un error”, le había dicho. Era cierto, hacía mucho que no se daba permiso para cambiar de opinión. Creía que luchar hasta las últimas consecuencias por todo era su destino inevitable y que la palabra “renunciar” no existía en su diccionario.

Sin darse cuenta las lágrimas empezaron a salir. Primero una. Era doloroso, sentía que se desarmaba, que una sutil desesperación comenzaba a invadirla. Después fue otra, y así empezaron a sucederse, como si una grieta hubiera comenzado a abrirse en su alma y todo eso que la desbordaba no cesaba de brotar.

La gran contradicción de su vida se había vuelto de agua y no paraba de arrastrarse por sus ojos, como si en eso se le escapara la vida. Tenía que dejar salir toda esa gran contradicción y liberarse también de eso. Era tremendamente agotador vivir como alguien fuerte, sosteniendo a todos a su alrededor, cuando en realidad, era ella quien, después de todo lo vivido, necesitaba un poco de sostén. ¿Por qué seguir insistiendo en ser una mujer con capacidad para entender al resto del mundo, cuando en realidad lo único que quería era que la entendieran un poco a ella y que le dieran exactamente lo que necesitaba? ¿Pedía mucho, era demasiado?

¿Y qué necesitaba? ¿Seguir creyendo en las libertades personales de los demás cuando la única libertad que nadie tenía en cuenta era la suya propia? ¿Seguir esperando de la vida definiciones que no iban a llegar nunca? Tal vez su amiga tenía razón: había puesto todo en un sentimiento que era una quimera, y esa mañana sentía que esos sentimientos habían entrado en terapia intensiva. Pensó que tal vez necesitaba un poco de cuidados, algo así como esos que ella vivía prodigando a quienes la rodeaban. Pensó que tal vez no era tan sano dejar que los demás hicieran lo que quisieran sin importarles nada, y que necesitaba exigirle un poco, al menos, a la vida. Pensó que tal vez tendría que reconocerse a si misma que no era tan fuerte como creía y que necesitaba que la cuidaran, que le dijeran que la querían, que le demostraran cuántas ganas tenían de estar con ella y que estuvieran.

Lo que estaba en terapia intensiva era una forma de comportarse ante el mundo. Había una fortaleza construida a lo largo de los años que se había agrietado. Se sintió triste por todo lo que iba a perder si intentaba cambiar algunas cosas. Pero tal vez existiera la posibilidad de encontrar algo mejor. Pensó en el anuncio y sonrió. Quizás no estuviera tan mal que existiera un lugar donde publicar un anuncio así. Seguramente en todo el mundo existiría alguien que también estuviera dispuesto a disfrutar la vida con intensidad, como merece ser disfrutada, y no viviendo en la mediocridad.

Podía poner en terapia intensiva todo, menos sus ganas de vivir.

 



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